El fuerte de la Florida by Santiago Mazarro

El fuerte de la Florida by Santiago Mazarro

autor:Santiago Mazarro [Mazarro, Santiago]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-05-23T00:00:00+00:00


21

La falta de sueño solo empeoraba las cosas. Eso y el frío. Por no hablar del hambre, la angustia y el sentimiento constante de peligro, capaz de helarle a uno el cuerpo más aún que la llegada del invierno. Habían pasado más de diez días desde el fatídico naufragio y la tensión aumentaba a cada hora que el grupo permanecía deambulando en las entrañas de un bosque húmedo y amenazante de la colonia de Georgia. Teresa, pese a haber permanecido callada todo el tiempo, se había percatado de ello. Los hombres, abatidos, estaban cada vez más lejos del orden y del decoro y más cerca de los instintos primarios. No era la única preocupada por ello. Por excéntrico y singular que pudiera parecer Juan León Fandiño, el capitán del recién hundido La Venganza de la Isabela tenía la sensación de que su tripulación empezaba a hartarse, y en la mañana del 15 de diciembre comenzó a temer la posibilidad de un motín. Mientras trataban de dar con el nacimiento del río Satilla, y a una distancia relativa de la cabecera del pequeño grupo, cinco o seis marineros avanzaban rezagados, cansados y sedientos.

—Es la niña. La protegida del capitán —señaló entre susurros Benito, el marinero que, junto con Álvaro Saldaña, malmetía en contra de Fandiño desde hacía un par de jornadas y trataba de ganarse el favor del resto de supervivientes—. Nos han hundido por su culpa. Debe de ser una espía. O alguien muy valioso para los ingleses, de eso no cabe duda.

—El capitán lo sabe, y nos ha ocultado a todos su verdadera identidad. ¿Por qué iban a haber hundido los ingleses nuestra goleta, si no? —añadía Saldaña.

El capitán, a decir verdad, bastante tenía con guiar al grupo a través del inmenso bosque. Como buen marino, se orientaba regular en tierra, y como buen gallego, echaba en falta un cruceiro, de cuando en cuando, capaz de determinar dónde terminaba una senda y dónde arrancaba la siguiente.

La tripulación, ajena a que la guerra contra Inglaterra había comenzado por la vía legal varias semanas atrás, se dejaba encandilar por las teorías de sus compatriotas, descabelladas, tal vez, pero capaces al menos de construir un relato al que poder aferrarse dada la situación. Antonio Correia, el portugués, que llevaba un tiempo escuchando las voces furiosas de los marineros, retrocedió unos cuantos pasos con tal de interceptar a al grupo de rezagados:

—Guarden silencio, se lo ordeno. Más nos vale pasar inadvertidos en esta parte del bosque.

—Con todo el respeto que merece, Correia, no está en posición de dar órdenes. Al menos mientras no tenga nada que ofrecer a cambio.

—Si no planea rendir cuentas ante mí, Saldaña, hágalo por su propio bien. Estamos muy lejos de la costa, y los indios de por aquí sueñan con vender viajeros extraviados al mejor postor.

Pasaban pocos minutos del mediodía cuando alcanzaron el que creían que era su objetivo. No obstante, frente a la linde del enorme bosque, no encontraron restos de la antigua misión católica, ni cabañas



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